jueves, 19 de agosto de 2010

Clara

Clara ve como el pelo le escurre por los hombros sin prisa alguna. Los pezones curiosos se asoman entre la maraña, levanta la cara y ve la luz. Una luz blanca y absoluta que le incomoda las pupilas, pero ella sostiene la mirada. Quizá pensó que nunca es tarde para las resoluciones, se ató el pelo en una cola y se vio en el espejo. La misma de ayer y de antier, pero no la de mañana. Con la cabeza llena de humo, y el soundtrack cantándole que espere un milagro, suspira y piensa, y piensa y suspira. Clara cree que las decisiones son edificios inmutables, que los cariños se administran como las cuentas de banco, y que la indiferencia es una posición política que se aprende con los años. Clara todavía no sabe que las decisiones son siempre temporales, y que nada en realidad se soluciona. Clara sospecha que la mejor decisión es seguir viviendo el día, y dejando los platos para mañana.

Clara

Clara le pegó un grito a la nada, a la lluvia, a la oscuridad. La casa está habitada, demasiado habitada. En las esquinas, debajo de la cama y en el cuarto de baño, hay polvo que le es ajeno. Largos los días mueren sin empezar, la sucesión de las horas no son más que eso. El portón chilla o ruge -depende del ánimo- unas cuantas veces al día, ninguna trae novedades.
El baño rápido y necesario es un aviso de cosas por hacer, a veces tantas...
Clara le llama el momento del resumen, junta los haberes y los deberes y saca cuentas, siempre pierde, eso es la vida. Perder. Ceder. Convivir. Clara piensa que siempre va estar ahí, que tiene que estar siempre ahí. Las lecturas le sugieren que le llame resistencia, ella se sugiere que fue demasiado. Una mañana de verano con brisa, de esas que resultan insolentemente inspiradoras, se convenció de la palabra decisiones, esa que siempre rasga cuando se pronuncia, y rompe cuando se ejecuta.
Clara cambió de dirección, de número de teléfono y según creyó ella, de destino.

Clara

Entre las cacas de las gallinas y la gata que camina por el techo, que duerme a su lado en la cama, y la sigue despacio sin esperar nada a cambio, Clara despierta con la sonrisa de la soledad en las arrugas. Hace años que no hace falta bañarse o barrer, o levantarse temprano. Las convenciones sociales no se encargan de quienes a fuerza de voluntad ya han vencido al tiempo y lo tienen en una macetera en el patio para regarlo cada dos días.

Con la inmensidad de los años doblando las rodillas, la cadera y el brazo izquierdo que desde cayó en el centro no quedo muy bien, Clara hoy piensa que podría morir. Una muerte silenciosa y triste, digo triste porque siempre es triste la muerte. Los ojillos claros de la gata invocan cierto ritual antiguo, ritual de amigas que se acompañan sin decirse nada. Le da miedo morirse. Le da miedo dejar morir de hambre a sus fieles compañeros, pero sobre todo a la gata. Puede que puras excusas, le da miedo morirse, eso es todo.

El último de los miedos para ella ahora es el primero. Clara no sabe que la muerte la espera no ese día, que en particular pensó tanto y tanto en cómo morirse. Clara piensa cuál es la categoría de pecado para quién reza todos los días sin prisa el rosario de las seis. Podría tomarse más pastillas de la cuenta, intentar colgarse que es lo más difícil, o abrirse la ajada y leve piel con el cuchillo. Toma todas las ideas y las pone en el rosario, desiste, resiste, y le cuenta a Dios que quiere morirse, pero le da miedo. La muerte de Clara la veló casi hasta la eternidad a la orilla de la cama de un hospital, mientras un osteosarcoma insolente le habitaba los huesos.

Queja de la ciudad

Me gustaría caminar sin el sofoco de esta ciudad. La lluvia moja y después hace calor, un calor por dentro. Como si los vigilantes estuvieran bajo el suelo atizando la caldera de los temores, echándole leña al infierno. Ese abismo cercano, ese asusto desintegrador de la sociedad nacional del veintiuno. Es que ni la lluvia refresca lo suficiente, es que no basta para lavar los pecados de este pueblo. Vale hartarse del calor. De los vicios conocidos de los vecinos. Del confort del amor filial. Y el desamor. De la sangre brillante de la tv. Del juego de dos noticiarios que siempre juegan a ganar sin decirnos nada.

Y si supieras que me encantan tus putas esquinas.
Los edificios raídos de rutina.
Los bares de mi infancia.
Tus muertos.

He tratado de reconquistarte todas las noches de juerga. Miento si digo que no lo he logrado en la mirada complaciente de la gorda de Chelles, cuando en la madrugada adivina, o acaso sabe mi afición al pinto con huevos fritos.

Pero hoy. Hoy no me alcanza.